sábado, 2 de enero de 2010

21 Junio 2009 I hate

Odio no poder dormir cuando tengo sueño. No poder escribir cuando tengo ganas y, resignarme así, a poder hacerlo sólo cuando realmente estoy inspirada.

Madrugar va en contra de todos mis principios: no lo soporto. No me gusta que me despierte el sonido del teléfono, mucho menos de un fijo. Odio los teléfonos. Es más, lo arrancaría de la pared y lo tiraría por el balcón. Y soy incapaz de articular palabra recién levantada, ni de que nadie me hable en cuanto pongo un pie en el suelo. No puedo. Necesito unos minutos en completo silencio hasta tomar consciencia de la realidad que me rodea.

Cuando veo un bicho me entran todos los ascos del mundo juntos, empiezo a decir: ¡aaaagh! ¡aaaagh, qué asco! Y me entran repelucos. Las salamanquesas lo que más. Pero tampoco se libran las moscas, las lagartijas, los sapos de palpitantes papadas esperando en mitad de la carretera a altas horas de la noche, las serpientes, las arañas, los escarabajos y similares. Eso y los tíos que van muy salidos. Asqueroso y deprimente.

Me da mucha rabia que la gente etiquete, generalice y juzgue a otra gente antes de tiempo. O que por ser quien soy, en un pueblo de costa diminuto, me miren de un modo extraño. Ni que me tachen de millones de cosas sin tomarse la molestia de conocerme.

Creo en la ignorancia como el mejor remedio a un ataque. Suelo ser muy independiente y pasar olímpicamente de gente que se lo merece, cuando se lo merece. Aunque otras veces, me cuesta mucho decirle a alguien que lo quiero. Pero no soy rencorosa, en absoluto.

Me indigna, me irrita y me enfada vehementemente la falsedad, las mentiras y la hipocresía. A pesar de ello, sigo siendo esa ingenua niña que cree en la bondad de las personas, por encima de todo. Sigo teniendo esos ojos pueriles a los que cada día algo le sorprenden.

Me encantan los tatuajes, pero a veces es una pesada tarea la de esquivar miradas por llevarlos en la piel. No suelo saber cómo decir que no a alguien. Me cuesta encontrar palabras de consuelo la mayoría de las veces. Soy demasiado empática. Tengo tendencia a la negatividad conmigo misma, que no con los demás. No suelo contar lo que me preocupa, ni lo que me pasa si es malo, prefiero dar buenas noticias, noticias agradables. Y escuchar antes que hablar. Regalar antes que recibir. Dar sorpresas, cuidar los detalles, aunque nunca nadie me haya dado una a mi. Todo llega. Y compartir, precioso.

Sufro. Soy así, no lo puedo evitar. Por todo. Por todos. Y me como la cabeza hasta creer que voy a volverme loca, que no hay nadie más en el mundo así. Pero lo hay. A pesar de todo, sigo dándole vueltas a esta agobiada cabeza. Y muchas veces creo que no saldré adelante por tal o cual cosa que me esté sucediendo, pero entonces, desde la nada, surge una fuerza que me impulsa a seguir. A luchar. A sobrevivir. Aunque sea rodeada por el caos. Aunque sea ante la situación más difícil que me ha plantado la vida hasta entonces. Y sigo, día a día, pensando en lo pusilánime que puedo llegar a ser, hasta el día en que he salido del hoyo, entonces es cuando abro bien los ojos y me sorprendo del coraje que he tenido.

Y me vuelvo a sentir sin fuerzas, vulnerable.

¡Por favor, qué retorcida puedo ser a veces!

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